Qué hace que algunos boicots funcionen y otros fracasen
¡Hola! ¿Cómo estás? Te doy la bienvenida a una nueva edición de “Salir de la burbuja”.
En la última edición exploramos el fenómeno del brainrot y cómo el contenido hiperfragmentado está reconfigurando nuestra atención y nuestra relación con la cultura digital. Al final, les propuse elegir el tema de esta edición y ganó por amplia mayoría el boicot de Elon Musk a Netflix y, más ampliamente, qué pasa con los boicots digitales en la era de las redes sociales.
El boicot de Elon a Netflix que duró sólo una semana
Una aclaración antes de empezar: este newsletter no va a juzgar la pertinencia o las razones detrás de los boicots. Lo que me interesa explorar es su mecánica, su efectividad real, y qué revelan sobre la forma en que intentamos ejercer poder en la era digital. Dicho esto, comencemos por las últimas noticias.
En octubre de 2025, Elon Musk dio pie a uno de los boicots más mediáticos del año al tuitear “Cancel Netflix for the health of your kids.”, indignado por la inclusión de un personaje trans en una serie animada de Netflix que había dejado de emitirse en 2023: “Dead End: Paranormal Park”. Con 227 millones de seguidores en X y una hija transgénero con la que no se habla hace años, el efecto de su tuit fue inmediato. El hashtag #CancelNetflix se volvió tendencia global, con millones de visualizaciones y con el cual miles de usuarios publicaron capturas de pantalla cancelando sus suscripciones. Los medios cubrieron el tema como si fuera el fin de Netflix.
¿El resultado real? Las acciones de Netflix experimentaron su mayor caída semanal desde abril, con las acciones bajando casi un 5% durante esa semana: de $1,200 a $1,143.43 en su punto más bajo, y se estima que fue una pérdida de valor de $15 mil millones del valor de la empresa.
Pero el bajón no duró mucho: para el 18 de octubre, el precio de las acciones ya se había recuperado, cerrando en $1,191. Al cierre del mes, las acciones ya cotizaban en niveles superiores al valor pre-boicot. Analistas de CNBC señalaron que “el impacto del boicot probablemente no será material”, dado que Netflix tiene un plafón de más de 300 millones de suscriptores y un modelo de ingresos muy diversificado.
Lo que vemos es el mismo patrón que se repite una y otra vez: mucho ruido y pocas nueces. El episodio Netflix-Musk no es único, es apenas el último de una historia de boicots digitales que casi siempre generan tapas y títulos pero casi nunca consecuencias duraderas.
Por ejemplo, el boicot #BoycottSpotify (2021-2025), que hasta tuvo dos oleadas significativas. La primera fue en noviembre de 2021 cuando Daniel Ek, CEO de Spotify, anunció una inversión inicial de €100 millones en Helsing, una startup alemana de defensa que desarrolla sistemas de IA para uso militar, entre cuyas aplicaciones se hallan drones de combate, sistemas autónomos submarinos, y drones “kamikaze” HX-2 usados en el conflicto en Ucrania. La segunda -y más fuerte- llegó en junio de 2025, cuando Ek mismo lideró una ronda de inversión de €600 millones ($702 millones) para la misma empresa, convirtiéndose además en presidente de su directorio.
Si bien el sindicato United Musicians and Allied Workers calificó a Ek como “un belicista que paga salarios de pobreza a los artistas”, según distintos relevamientos el boicot no tuvo impacto relevante en la base de suscriptores de Spotify, que continúa reportando un crecimiento trimestral normal y previsible.
Otro ejemplo es el boicot #DeleteUber durante 2017: en las primeras semanas de la primera presidencia de Donald Trump, Uber fue acusado de intentar beneficiarse de mala fe de una protesta de los taxistas contra el “Muslim ban”, mientras que curiosamente, Travis Kalanick -CEO de Uber- formaba parte del Consejo Asesor Económico de Trump. El boicot derivó en aproximadamente 200,000 eliminaciones o bajas de cuentas en una semana, y permitió que Lyft, competidora directa de Uber, la superara breve y temporalmente en descargas diarias.
Sin embargo, según el Washington Post, solo el 4% de los usuarios de servicios de rideshare cambiaron de servicio de manera permanente. Kalanick eventualmente renunció como CEO, pero se debió más bien a la presión de inversionistas por otros escándalos corporativos y no directamente por el boicot de algunos usuarios.
¿Por qué los boicots digitales no tienen impacto a largo plazo?
Más allá de estos ejemplos, existen investigaciones académicas que intentan explicar por qué los boicots digitales generalmente son inefectivos. Y acá los números son contundentes.
Brayden King, investigador de Northwestern University, analizó 133 boicots impulsados entre 1990 y 2005, y encontró que aproximadamente solo el 25% de ellos logró alguna concesión de la empresa objetivo. En otras palabras, tres cuartos de los boicots fracasaron en generar algún cambio concreto.
La conclusión a la que llegó King es que, dado que “el boicot típico no tiene mucho impacto en los ingresos por ventas”, lo que realmente impulsa los eventuales cambios corporativos no son las pérdidas económicas del boicot, sino el temor a daños a su reputación y a la atención mediática negativa. Específicamente, descubrió que “el predictor número 1 de la efectividad de un boicot es cuánta atención mediática genera, no cuántas personas firman una petición o cuántos consumidores moviliza”. Su investigación muestra que por cada día de cobertura mediática que pasa, el precio de las acciones de la empresa implicada caen hasta un uno por ciento diario.
Aún así, incluso cuando los boicots generan atención, la duración típica de su impacto o de su ciclo mediático es muy corta. ¿Por qué duran tan poco? La investigación identifica tres barreras estructurales fundamentales:
1. El problema del oligopolio: Cuando hay tan pocos proveedores, los usuarios no elegimos ese servicio o a esa empresa por lealtad sino por ausencia de alternativas reales. ¿Dónde compras si no es en Mercado Libre? Básicamente, los usuarios estamos atrapados o capturados por las opciones disponibles en el mercado.
2. Los costos de cambio son altísimos: La tesis de otro investigador, Paul Klemperer, muestra que los costos de cambiar de empresa crean una suerte de “poder de monopolio local” en sus clientes. En las plataformas digitales, estos costos operan a través de múltiples capas:
3. La fatiga de boicot es inevitable: Como señaló King en 2017: “Uno debe preguntarse si el efecto del activismo dirigido a empresas se está diluyendo, en el sentido de que no podemos prestar atención a ninguna controversia durante mucho tiempo. Nunca hubo tantos boicots anunciados en un período tan corto”. Entre 1990-2007 (17 años) hubo 213 boicots mencionados en los seis medios más grandes de EE.UU., pero solo entre 2016 y 2017 aparecieron más de 50 en 200 días.
El caso Taylor Swift y la diferencia entre el activismo de sillón y la organización real
Pero no todos los boicots fracasan completamente. Los que tienen algún éxito comparten características específicas que los distinguen del slacktivism (activismo de sillón) que domina las redes sociales.
Un caso reciente es el de la campaña de Taylor Swift para que se escucharan las versiones regrabadas de sus álbumes (“Taylor’s Version”) en lugar de las grabaciones originales controladas por el productor y dueño de sus derechos, Scooter Braun. Aunque técnicamente no es un “boicot” en el sentido tradicional, ilustra bien los elementos necesarios para que una acción colectiva digital funcione.
En 2019 Scooter Braun compró Big Machine Records, el sello con el que Taylor Swift había firmado a sus 15 años por aproximadamente $300 millones de dólares. El contrato incluía los masters (grabaciones originales) de sus primeros seis discos: desde “Taylor Swift” (2006) hasta “Reputation” (2017). En aquel momento, ella ya lo describía como su “peor pesadilla”: los masters de su música quedaban en manos de alguien a quien acusaba de “hacerle bullying manipulador e incesante”. Según ella, lo que más le dolió no fue la venta, que eventualmente sucedería, sino que nunca le hubieran dado la oportunidad de comprarlos ella misma: cuando intentó negociarlo, le ofrecieron “ganar” un álbum de vuelta por cada álbum nuevo que entregara. Si bien el fundador de Big Machine disputó públicamente esta versión el daño reputacional ya estaba hecho.
¿Que hizo Taylor? Anunció que iba a regrabar todos sus primeros seis álbumes. Su contrato original le permitía hacer esto legalmente a partir de noviembre de 2020. La estrategia era simple, crear nuevas versiones que ella sí controlara y convencer a sus fans de que sólo escucharan esas, de modo que sus originales perdieran su valor comercial.
Y ahí entró en juego la movilización Swiftie:
El efecto fue masivo: cada regrabación debutó en el #1, con streams que superaron por mucho a los originales. Las versiones originales prácticamente desaparecieron de las playlists y las radios.
Y el desenlace que coronó toda la estrategia: En mayo de 2025, Taylor Swift anunció que finalmente pudo comprar los masters originales de sus primeros discos. Después de años de regrabaciones y de presión pública, la empresa Shamrock Holdings, que en 2020 le había comprado esos masters a Scooter Braun por $420 millones, accedió a vendérselos a Taylor.
La combinación de la presión swiftie, el éxito comercial de las regrabaciones y el daño reputacional sostenido logró lo que parecía imposible: que Taylor Swift pudiera recuperar el control total de su obra. Si bien Scooter Braun en una entrevista posterior intentó presentar todo como un “win-win”, argumentando que las regrabaciones aumentaron el valor de los masters, la conclusión de la estrategia fue clara: Swift había ganado no solo musical sino también simbólicamente.
Para seguir el caso completo, recomiendo leer el timeline detallado de Billboard que documenta cada paso de esta novela de seis años, o el análisis de TIME sobre el impacto financiero y cultural de las regrabaciones.
Comunidad real y alternativas concretas
Los boicots digitales fallan no porque las plataformas sean invencibles, sino porque confundimos audiencia con comunidad, visibilidad con organización e indignación con compromiso.
Las redes sociales pueden ser geniales para “movilizar consenso”, difundir información o articular demandas. Pero son malísimas para crear y sostener la acción colectiva que requiere sacrificio personal a lo largo del tiempo.
El caso de Taylor Swift muestra que para que la acción colectiva funcione, se necesita no solo de una comunidad real sino también de alternativas concretas que dirijan la acción. Las y los Swifties pudieron actuar porque Taylor les dio algo específico que hacer, que estaba a su alcance y sin requerir sacrificios imposibles.
Pensemos en cómo se podría extrapolar esto a los boicots digitales fallidos. Si querés boicotear a Spotify, ¿hay una plataforma alternativa que pague mejor a los artistas, que tenga un catálogo comparable y adonde puedas migrar tus playlists sin perder años de data? Si querés boicotear a Amazon, ¿podés conseguir los mismos productos al mismo precio con la misma velocidad de entrega? Si querés boicotear a Facebook o a Instagram, ¿adónde vas a mantener contacto con tu familia extendida, tus amigos del secundario, los grupos de tu barrio?
La ausencia de alternativas viables es el resultado de décadas de construcción y consolidación oligopólica, en que las grandes plataformas compraron o destruyeron a la competencia, y donde los efectos de red hacen casi imposible que aparezcan nuevas alternativas.
Crear una mejor internet implica más que indignación viral. Requiere la construcción paciente de una comunidad real: de personas que se conocen, confían entre sí y están dispuestas a hacer sacrificios concretos porque entienden que están conectadas más allá de un hashtag. Requiere desarrollar alternativas viables, ya sean cooperativas digitales, plataformas de código abierto o nuevos modelos de negocio que no dependan de la explotación de datos. Requiere de infraestructura que sostenga la acción en el tiempo y no sólo del impulso del momento. Y creo que requiere objetivos concretos y alcanzables: en lugar de “cambiemos todo el sistema”, pensemos en metas concretas que puedan medirse y celebrarse cuando se logran.
El problema no es que los boicots digitales sean inherentemente inútiles. Es que industrializamos la indignación sin industrializar la organización. Cada controversia genera su hashtag, su pico de atención, su ilusión de activismo… y después nada.
Si realmente querés generar impacto quizás la pregunta no sea “¿a quién boicoteo?” sino “¿qué alternativa puedo construir con otros?” Al final del día, el poder real no está en cancelar lo que existe, sino en crear algo mejor.
Hasta acá esta edición de “Salir de la burbuja”. Si te resonó lo que leíste, compartilo y sumá más personas al newsletter. Y si tenés algún plan para construir una mejor internet con foco en las personas en lugar del consumo, escribime por correo que me sumo.
Abrazo de gol.
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